Por Jorge Bátiz Orozco
El día que Chava me confesó, “vivo en un cuartucho”, no le di la importancia debida hasta aquella noche en que fui a buscarlo a su hogar, enclavado en la colonia Villa las Flores. Tengo que aceptar que desde que llegué sentí un escalofrío que recorrió desde la cabeza hasta la punta del pie, y, aun así, debido a que siempre he sido muy temerario, me atreví a entrar a un edificio destartalado, con quién sabe cuántos muertos de antigüedad, y sin el menor asomo de vergüenza. Y si digo que el edificio de tres pisos más la inevitable azotea no tiene vergüenza es porque no la tiene, ya se hubiera caído solo en lugar de servir de hogar a toda clase de bichos rastreros, además de unos inquilinos necesitados que, con un pago altísimo de mil quinientos pesos al mes, malviven en habitaciones inhabitables. Apenas traspasé la puerta me envolvió un sentimiento de pena por el pobre Chava, por tener que vivir en ese tétrico y deprimente lugar que me recordó los sótanos de malvivencia de los olvidados de Dios. El lugar era oscuro, y sólo unas luces grises en lo alto alcanzaban a iluminar mi inefable sentido de ánimo que se arrastró hasta llegar a la puerta marcada con el número 11, por otro lado, el de la suerte para mi amigo Chava. El frío era atroz, mi piel se tornó morada, trataba de darme calor con mis propios brazos, pero no lo conseguí, estaban helados.
Toqué insistentemente como un vulgar cobrador de mensualidades de venta de cambaceo, más por el miedo que me empezaba a seducir, que por ser contundente y explícito en la necesidad de charlar con un amigo que siempre me entiende, aunque casi nunca está de acuerdo conmigo. Pasaron segundos larguísimos y no obtuve respuesta, y mientras que pensaba qué hacer, miré un espectáculo que me puso a temblar y a castañear los dientes como si estuviera en un tablao español, viendo a una mujer piernuda azotando los tacones rítmicamente al compás de mis dientes que amenazaban con destrozarse unos a otros. Decenas de vampiros sobrevolaban en todo lo alto del edificio y bajaban en ordenados aterrizajes emitiendo estridentes sonidos que casi me volaban los tímpanos. Quise escapar al momento en que recargué en la puerta del cuartucho de Chava y caí al piso del otro lado en donde me esperaba otra inmensa sorpresa. Un esqueleto ocupaba la cama de Chava, tenía un libro en sus manos como si leyera. Creí desmayar sólo que me aferré al mundo de los conscientes para indagar si le pertenecía a mi amigo ese cadáver que yacía con todos sus huesos en su lugar. Parecía tener ya meses de haber quedado tieso, por lo que descarté que se tratara de mi amigo de muchos años, ya que lo había visto apenas hacía un par de días, por lo que me tranquilicé un poco. Iba a salir cuando escuché una voz cavernosa, muy parecida a la de Chava en sus peores crudas, lo que me terminó de helar la piel y corretear de paso un corazón maltrecho que se negaba a paralizarse y seguía sonando, pero con ritmo acelerado. -Quíhubo, me dijo con tono tranquilo. ¿Eeeereeees tú?, pregunté. La voz me dijo que sí, y cuando me atreví a verlo, encontré en el lugar del cadáver